Los ineptos
En España estamos adormecidos,
entorpecidos, insensibles. Nos han hecho creer que los ineptos son unos “pobres
buenos tipos”, que no hacen daño y hasta merecen recibir nuestra misericordia,
como si la ineptitud fuera una condición natural y no una decisión racional de
no hacer, de no esforzarse, de no querer superarse. Y eso es lo que últimamente
premiamos en empleados de la administración, en los alumnos y en los gobernantes.
“La psicología de los
hombres mediocres se caracteriza por la incapacidad de concebir una perfección,
de formarse un ideal. El horror a lo desconocido los ata a mil prejuicios,
tornándolos timoratos e indecisos: nada aguijonea su curiosidad, carecen de
iniciativa y miran siempre al pasado”.
El hombre inepto que se
aventura en la liza política y social tiene apetitos urgentes: el éxito. No
sospecha que existe otra cosa, la gloria, ambicionada solamente por las personas
superiores. Aquel es un triunfo efímero, al contado: esta es definitiva. El inepto
mendiga; la otra se conquista.
Los mediocres de todos los
tiempos son enemigas del hombre virtuoso: prefieren el honesto y lo encumbran
como ejemplo. La virtud eleva sobre la moral corriente; implica cierta
aristocracia del corazón, propia del talento moral; el virtuoso se anticipa a
alguna forma de perfección futura y le sacrifica los automatismos consolidados
por el hábito. El honesto, en cambio, es pasivo, aunque permanece por debajo de
quien practica activamente alguna virtud y orienta su vida hacia algún ideal limitándose
a respetar los prejuicios que lo asfixian. Admirar al hombre honesto es
rebajarse; adorarlo es envilecerse.
Siempre hay ineptos. Son
perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En las épocas de exaltación
renovadora se muestran humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan
inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo
cualitativo por lo cuantitativo, se empieza a contar con ellos. Se aperciben
entonces de su nuecero, se mancomunan en grupos, se arrebañan en partidos.
Crece su influencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es
igualado al analfabeto, el rebelde al lacayo, el poeta al prestamista. La mediocridad
se condensa, se convierte en sistema, es incontrastable.
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